sábado, mayo 13, 2006

1/ Introducción


EN SETIEMBRE DE 1992, al día siguiente del anuncio de la captura de Abimael Guzmán, apareció en un rincón escondido de un periódico local la noticia más triste que haya leído jamás. La nota informaba de la muerte de un viejo profesor de colegio dentro de un microbús. El artículo estaba redactado de una manera grotesca, hasta el punto que cualquiera hubiera pensado que se intentaba hacer un mal chiste, una caricatura periodística de la muerte súbita y no violenta de un hombre a quien los pasajeros confundieron "como un hombre ebrio que dormía a pierna suelta en el microbús, que durante todo el viaje tuvo el rostro pegado a la ventana, resultó ser Juan Abimael Rodríguez Castro(47), quien ya cadáver hacía el recorrido por toda la ciudad..." Así describieron a quien fuera mi profesor de literatura aquella extraña primavera de 1992. El anuncio lo hizo el director en la formación, luego todos los alumnos corrimos al periódico mural de la entrada del colegio a leer el pequeño recorte periodístico mencionado. Lo que jamás se indicó fueron las causas del deceso del profesor, tal vez un paro cardiaco, un derrame cerebral, quién sabe, tal vez fue sólo la tristeza o la felicidad que le produjo la noticia de la captura del siglo. Pensar que también la felicidad te puede matar me produce espanto. Y es que los últimos meses el profesor Rodríguez había perdido la noción de la vida y el entusiasmo por los días y noches en este mundo, vivía atrapado en otro. La poesía de vez en cuando lo hacía volver a nacer. El olor de los libros siempre lo estremeció, sobre todo eso, el olor del papel que para él era, como siempre decía, la conjunción de todas las flores.
La tarde en que el profesor Rodríguez falleció dejó regado en el piso del microbús el manuscrito de una novela que hacía mucho venía trabajando. Alguna vez en clase mencionó que era una novela "aporética". Lo recuerdo nítidamente porque nos hizo buscar a todos en el diccionario la dichosa palabra. Pero el significado se me ha quedado grabado no tanto por lo que encontramos (Aporético. Perteneciente o relativo a la aporía. Aporía. Enunciado que expresa o que contiene una inviabilidad de orden racional), sino porque luego todos hicimos un comentario burlón: "Profe, osea que lo que usté tá escribiendo nadie lo va a entender. No sea malo pe profe". Nunca se despegaba de ese cuadernito rojo. Probablemente esa misma tarde de su deceso también escribió alguna aporía. Tal vez su vida entera hasta el último minuto, incluida su muerte misma, fuera una aporía. En el reporte periodístico no le dieron importancia a ese manuscrito, sólo mencionaron del hallazgo: "un cuaderno de notas rojo en el regazo del cadáver que será motivo de investigación". Nosotros en clase sabíamos el título del manuscrito: Flores para Abimael. La letra era torpe y temblorosa, lo sé porque una vez le dije al profesor que me permitiera ojear su cuaderno, él gustoso me lo ofreció. Creo que le agradó que al menos alguien, siquiera uno de la clase, se interesara en su novela aún en construcción. Cuando abrí el cuaderno rojo, las páginas olían extraño, no tardé mucho en regresarlo a su dueño quien lo cogió con el rostro extrañado primero y acongojado al final. Luego hizo el ademán de intentar preguntarme algo, pero se reprimió. Imagino que hubiera querido preguntarme si había leído algo que me interesara, pero fui tan obvio que entendió la inutilidad de cualquier pregunta, y calló. O tal vez hubiera querido prestarme el cuaderno para que me lo llevara a casa, no sé, cómo saberlo. Jamás tuve otra oportunidad de hablar del tema. Sabe Dios a dónde fue a parar aquel manuscrito luego de que los policías se llevaran el cadáver a la morgue.

Desde entonces sólo he pensado en ese libro que nunca nadie leyó. Dicen que a veces uno escribe lo que en el fondo desearía leer: y he deseado tanto tener aquel manuscrito entre mis manos, y que por alguna razón misteriosa y fantástica se me concediera la oportunidad de posar, aunque sea un segundo, mis ojos sobre aquellas páginas. He deseado tanto aquello, tanto que finalmente he terminado escribiendo Flores para Abimael.

Me he dejado arrastrar por el tiempo para imaginar cada página, una por una, de este inasible título. Cada noche, poseso y enloquecido, escribo obsesionado por la figura de aquel hombre-cadáver que se quedó dando vueltas y vueltas en la ciudad sentado en un viejo microbús como colgado en el tiempo. Noches y páginas van y vienen, y la imagen de aquel maestro-poeta-amigo lleno de miedo y también de asco se fue haciendo más borrosa para mí hasta el punto de fundirse con aquella oscuridad que tiene el papel en blanco. Y por el contrario el horror que producen los hombres en su búsqueda de la felicidad se fue haciendo en mí más nítida e insoportable. Llegaron días en que se me hizo tan difícil continuar escribiendo, pero he continuado escribiendo. Hay muchos escritores que no se sientan frente al procesador de textos sin tener la trama y la configuración de los personajes a los cuales van a dar vida. En este caso nunca he sabido, aún no lo sé, hacia dónde va cada palabra que escribo, sólo me embarga esa gran mezcla de angustia, desesperación y embriaguez mental. Así toda noción de tiempo es nula. Toda intención de dirigir el sueño se va de inmediato. Simplemente no soy yo el que trama.

Con el correr de los años he terminado por convencerme que solo con las palabras, con cada palabra escrita, uno construye un hogar para quienes quiere. Claro, también existe el riesgo de que ese hogar se convierta en un infierno.
Pero fundamentalmente quien escribe una novela va aprendiendo, palabra a palabra, a saber quién es cuando "no" escribe la novela. Y uno así aprende a ser feliz con cosas invisibles, debido a que ahora ya tiene una manera de hacer visible lo invisible. Por ejemplo ahora: convocar a un amigo muerto, y además otorgarle la oportunidad de volverse a enamorar, dibujar una mujer para él (puede ser una mujer sin rostro, pero igual la amará con fervor) o un hijo que no tiene nombre (pero igual llamará a gritos).
Amigo lector, ahora usted es mi cómplice. Mi amigo, el profesor Rodríguez, encontrará vida fuera de estas páginas sí usted es capaz de imaginar conmigo. Mi amigo, el profesor Rodríguez, volverá nacer en vuestros ojos, porque ahora vuestros ojos serán los pies de mi personaje protagonista. Por lo tanto este libro es la búsqueda de una mentira, y en esa mentira el hallazgo de una memoria perdida. Sin embargo, esta historia es ante todo un homenaje al amigo que me enseñó a amar la literatura, aquel que guió mi puño en mis primeros cuentos, hombre de pasado misterioso que un día llegó hablando de libros y otro día se marchó –o no- en un viejo microbús a encontrar otro rumbo hacia la verdadera felicidad. Profesor Rodríguez, ese mundo en donde jamás se dijera la palabra terrible, ese mundo de poesía que desesperadamente usted anheló finalmente abrió sus puertas. Bienvenido a casa amigo. Queda abierto para usted este mundo con olor a "conjugación de todas las flores".
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