domingo, mayo 14, 2006

3/ nota de autor


AQUEL SETIEMBRE EXTRAÑO yo era un adolescente. Terminaba el invierno y cursaba el quinto año de secundaria en un pequeño colegio fiscal de barrio, el mismo en el que el profesor Abimael Rodriguez se gastaba la vida enseñando literatura. Para ser precisos yo era el delegado de su curso, una tarea demasiado fácil debido que a nadie le importaba el curso, y daba lo mismo si yo anunciaba tal o cual detalle, al profesor Rodriguez tampoco parecía importarle mucho cualquiera de mis coordinaciones. La última semana que lo vi se había convertido en la viva imagen de un cadáver andante. Entraba a clases y se enfrentaba como todos los días al desdén e indiferencia que sus revoltosos alumnos mostraban hacia no recuerdo qué poeta estudiábamos aquella vez. Solo recuerdo que los últimos días el profesor Rodriguez no alzó la voz, algo dentro de él se estaba desconectando de a poco. Nombres como Cervantes, Vallejo, Kafka, o Arguedas habían perdido fuerza en sus labios, apellidos que antes él vocalizaba como si se tratara de un juego de silabas nuevas habían llegado a ser simplemente palabras sin acento y sin brillo. A veces se quedaba en silencio y eran unos silencios desesperados. En la escuela alguna vez escuché un rumor que contaba sobre los horrores en el pasado del profesor Rodriguez, un pasado triste cuando había sido destacado a enseñar a un pueblito del interior del país. Los rumores decían que había perdido a su esposa e hijo en la vorágine de los atentados senderistas en las escuelas. Jamás lo confirmé. Él tampoco mencionó en lo más mínimo su historia. Nunca un rumor fue más digno de ser aclarado. Me hubiera gustado no sentir que muchas veces metí la pata con mis torpes comentarios. Recuerdo ahora mismo que en alguna oportunidad al finalizar la clase -no sé si me esté traicionando la memoria después de tantos años-, el profesor salió corriendo, disculpándose ante todos por el apuro, mencionó que debía encontrarse raudo con su mujer e hijo que ese mismo día cumplía 12 años; bueno, tampoco estoy seguro si mencionase doce o cuatro o cinco o quince. Pero de lo que sí estoy seguro fue de lo que sucedió esa misma noche. Por esas casualidades terribles de la vida mi padre me envió de chaperón al cine con mi hermana mayor y su enamorado. En la cola estuve tan aburrido que me puse a observar la gente ir y venir frente a los letreros de neón y los pósteres de estrellas. De pronto, en medio de esa multitud feliz y rebozante de vida, pude distinguir a mi viejo profesor colocarse justo detrás de toda esa masa. Se detuvo al final. La cola siguió creciendo, detrás de él se formaron unos enamorados que no dejaban de besarse encendidamente. Él solo observaba cabizbajo y con detenimiento el billete de la entrada. Busqué con la mirada a su esposa e hijo. Pensé que no estarían muy lejos, que era obvio que estaban los tres allí juntos para celebrar el cumpleaños. Me acerqué a saludarlo y entre palabras van y vienen, al despedirme hice el comentario -que a la distancia del tiempo es el comentario mas torpe que haya hecho en mi vida: "La cola está avanzando ya, y su señora y su hijo aún comprando la canchita, llámelos pronto o no van a encontrar tres asientos juntos, bueno ya, si quiere yo le guardo tres sitios, nos vemos adentro profe..." Pero la ultima imagen que vi de él antes de entrar es la imagen más nítida que tenga de mi adolescencia. Un hombre solo, con el rostro más triste del mundo. Después de tantos años sólo me queda mantener la duda sobre aquellos lamentables rumores, pero me es inevitable volver a ver esta imagen grabada en mi memoria: una sombra absurda, un cuerpo enrarecido por una multitud feliz, acompañando lentamente el avanzar de una cola de ruidosos adolescentes y enamoraditos, noctámbulos felices, tan espantosamente felices, que él, mi profesor de literatura, era solo un guiñapo, una piltrafa humana.

Ayer, viendo unos informes periodísticos que daban cuenta de los desaparecidos y de las fosas comunes en la sierra, me concentré en una mamita declarando frente a la Comisión de la Verdad, y me pareció insoportable pensar en el rumor aquél, el de la pérdida de la mujer y el hijo del profesor. Es cierto que no era dolor, era sino un fastidio, pero no era dolor, cómo podrían dolerme unos desconocidos, era al contrario una extraña sensación, como si alguien a mí también me faltase. ¿Alguna vez has sentido que te envuelve de la nada esa sensación de extrañar por extrañar? Cuando era niño me era inevitable ver a diario una imagen que no fuera la de alguien rematado a tiros y cubierto con papel periódico o la de cuerpos destrozados entre los escombros de algún edificio dinamitado. La muerte gratuita, la muerte como una letanía, cualquier cosa lo recordaba, los diarios, los telenoticieros, los comentarios en el microbús, las conversaciones de los adultos aunque intentaran soslayarlo, bah, un agobio. Sería mejor borrar de mi memoria aquellas imágenes de mi adolescencia, pero no, el tiempo no da marcha atrás, y mi imaginación también me hace una mala jugada. Inmediatamente al ver aquellas imágenes en el televisor pienso en cómo se sentiría el profesor Rodríguez ahora si estuviera vivo, me pregunto sí sería capaz de soportar una y otra vez que le recuerden su condición de mutilado sentimental. Ver en los telenoticieros alguna exhumación de fosas o la declaración de alguien que perdió a alguien es como ver enmarcado en unas cuántas pulgadas un gran dolor, siempre te parece que la Tv va a reventar. Yo, como cualquier adolescente de aquellos años, aprendí a salir de la inocencia al espanto de la manera más natural. Con los ojos embriagados de la niñez me convertí en un sobreviviente, un testigo del horror como todos. Todos acomodamos nuestra memoria y tapamos los recuerdos con cosas más felices. Pero ese rumor. El rumor que se posaba sobre el profesor Rodriguez en forma de silencio cada vez que llegaba a un grupo de profesores o en la formación cuando se celebraba alguna batalla de la guerra con Chile o de la Independencia... Por eso pienso en cómo pudo lograr el profesor Rodríguez soportar tanto espanto hasta que llegó aquel día de la captura del otro Abimael. No sé si la felicidad, o fue la tristeza, la que hizo explotar su corazón aquel día en que absolutamente todos celebramos.
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