domingo, julio 09, 2006

12/ flores desconocidas

Hoy salí por allí a perseguir desconocidos. Siempre que me siento débil, y todo me mutila, salgo por allí a perseguir gente. Doy vueltas y vueltas hasta que aparece alguien interesante y sin darme cuenta ya estoy detrás, caminando como un torpe espía. Decía Irving Wallace: “los escritores buscamos siempre la realidad de los rostros y las sombras de los individuos desconocidos”. Exactamente no sé a qué se refiere, pero desde hace un tiempo atrás -caminando perdido- me siento tentado a perseguir extraños por calles, plazas, autobuses, seguirlos hasta que se pierden entre la multitud o en algún edificio. La verdad es que, bueno, sí, lo hago siempre, cada vez que me siento débil. De esa manera me encuentro en medio del itinerario de amantes furtivos, amas de casa, estudiantes, secretarias y toda clase de personas, desde vagabundos, extraños sin casa, neohipies, snobs hasta yuppies, solo gente, más gente con la cual llenar mi imaginación. Les invento nombres, amores, paranoias, sufrimientos, miedos... es un vértigo de sensaciones que me lleva desesperado al teclado, y claro, por esta actividad me he metido en más de una vez en problemas difíciles y extraños. En fin, es lo de menos a cambio de un poco de energía. Sin embargo, a pesar de ello, esta tarde no funcionó. Estuve persiguiendo durante un buen tiempo a un anciano por el puente Trujillo, por la alameda Chabuca Granda, hasta que se quedó parado en la Plaza San Martín. Allí se detuvo y esperó pacientemente que las palomas se acostumbraran a su presencia, luego de su bolsillo sacó una bolsita con maíz y empezó a arrojarlas lentamente, intentando no espantar a las plumíferas, y de la misma manera verse rodeado de ellas. La palomas estaban felices, comían felices. Así estuve largo rato observando al viejo, hasta cuando se acabaron los granos de maíz y las palomas echaron vuelo hacia otro rincón de la plaza donde alguien más los alimentara. Odié la impudicia de las palomas. El viejo se quedó observando alrededor de la plaza, como intentando encontrar algo útil en lo cual pudiera entretener la vista. Posó sus ojos sobre los turistas japoneses, el par de enamoraditos apasionados que sonreían, los taxis detenidos en el cruce de semáforos, y no encontró nada, o quizá encontró todo y decidió buscar un pequeño espacio en aquella banca desocupada en la cual yo me había sentado a contemplarlo. Cuando él se sentó, pensé que era muy cerca, demasiado cerca para observar, así que yo también me fui como las palomas. Me odie.

Caminé por ahí, perdido, nada ni nadie me atrajo la atención. Entonces vi una dama de labios carnosos que iba en mi misma dirección. La seguí por todo el Jirón de la Unión. Ella observaba con éxtasis las vitrinas y los letreros de los precios. Yo me dejaba tentar por acercarme un poco, pero luego la dejaba perderse un poquito, lo suficiente para volver a encontrarla, esa angustia pequeña me mataba, me hacía feliz. Caminó lentamente por el enorme ventanal de televisores, luego llegó a Saga Falabella y entró, yo también entré y anduve un rato por ahí mientras ella se probaba unas blusas. Esperé a que saliera del vestidor. La gente me miraba feo. Me di cuenta que mi ropa era horrible. Mis zapatos estaban gastados y mi camisa se caía de lo puro vieja que estaba. Sentí pudor. Pero luego me dije ¡al diablo con la ropa! Las preocupaciones de los escritores son siempre aburridas, monótonas, zafadas, como para además preocuparse por un poco de tela. Si dices que no tienes dinero la gente está dispuesta a preguntar ¿Y a ti quién te pidió que escribieras? Sería mejor fingir no escribir, ser un desocupado más a los ojos de la multitud, un vagabundo, y tal vez eso era a los ojos de los demás, pero poco me importó.

La dama salió del vestidor, pagó por una blusa bermellón y se dirigió a la puerta de salida. Y yo detrás, siempre detrás. Se detuvo en una farmacia. Yo hice como si comprara un cigarrillo. Cuando volteé, ella salía con su compra y emprendia su destino. Intenté seguirla, pero me di cuenta que estaba en la Plaza San Martín una vez más, estaba allí, en medio de la plaza y rodeado de palomas hambrientas. A lo lejos la señora subía a un taxi. Me despedí de ella en silencio. La garúa empezó a caer y tomé el camino a casa pensando en que ya había perdido demasiado tiempo sin dedicarme en pensar mi novela, casi toda la tarde, lo mismo que ayer y el día anterior y el anterior y el anterior, sintiendo siempre lo mismo, que esta ciudad es muy pequeña, demasiado pequeña, para perseguir desconocidos e intentar escribir sin saber a dónde ir.
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